En la ciudad de México
No son pocas las veces que la Ciudad de México ha estado al borde de un colapso catastrófico, como en las espectaculares películas de desastres o ciencia ficción. Nunca se sabrá cuántos miles de personas murieron aplastadas en el terremoto de 1985, ni tampoco cuántas familias quedaron carbonizadas por las explosiones de las gaseras del marginal suburbio de San Juanico un año antes. Vigilante impasible, el legendario volcán Popocatépetl («montaña que humea») podría hartarse un día y en medio de un furioso estruendo bañar con su lava llameante la urbe inabarcable que se extendió bajo sus faldas como una plaga. El subsuelo cenagoso podría ceder en cualquier momento y tragarse de un fétido bocado a los veinte millones de mutantes, con sus edificios, trenes y autobuses. La que una vez fuera la región más transparente del aire se transformaría en una gigantesca ciénaga desolada, espejo inerte del antiguo mar de Texcoco. El sol asomaría sus tenues rayos a través de la nata espesa que cubriría el lodo y las laderas del otrora majestuoso valle del Anáhuac. Hace medio milenio la gran Tenochtitlan deslumbró a los conquistadores españoles por su belleza y perfección. Erigida sobre un inmenso lago, la ciudad era limpia y ordenada. Pero la ciudad india debía ser destruida para levantar en su lugar la metrópoli de los nuevos amos. Quinientos años después la tradición y la modernidad aún se baten fieramente en una ciudad que sueña todavía con su glorioso pasado americano y que ha destruido parte de su legado europeo, de la misma manera en que los españoles abatieron códices, dioses y pirámides. El nuevo progreso habla inglés y ha llegado en la forma de una barbarie sofisticada pero inexorable. El futuro es un eterno presente ruinoso y carcomido.
Nadie puede saber qué será de la raza de mexicanos que habitan esta urbe malhadada, acaso la más grande del mundo.

El crimen enseñorea las calles mientras los políticos de todos los signos –depredadores a sueldo– entrechocan sus copas en restaurantes de lujo. Niños sin padres se ganan la vida a golpes y viven en cavernas bajo el asfalto. Millones de seres viajan adormecidos de un extremo a otro para laborar como bestias y volver rendidos a sus viviendas. Masas vociferantes exaltan al cacique que amenaza refundar la patria. Otros fantasmas rezan por el regreso del oscurantismo divino. Con todo e Inquisición. La televisión, dragón enloquecido, muestra cuerpos y rostros sonrientes. Los jóvenes se desviven por hacerse ya de fama y fortuna bailando y cantando en la pantalla y, ¿por qué no?, en un fastuoso megaconcierto. Nadie quiere ya ser arquitecto ni médico –menos aún profesor. La biblioteca más grande del país se eleva tristemente para hacer gala de su enorme estupidez.
Ahí descansa una pieza del artista mexicano más prominente de los últimos tiempos.
En la Ciudad de México hay lugar también para el glamour. Hay barrios chic y bistros a la francesa, con hoteles de lujo y prestigiosos museos y galerías. Los miles de artistas que viven en la ciudad, la mayoría desconocidos, batallan por lograr una poca notoriedad. A algunos les sonríe la suerte y alcanzan algo parecido a la gloria.
Becas, exposiciones, viajes. Catálogos, un buen libro. Para otros, el anonimato cruel. Hay artistas que dialogan con la inteligencia y la sensibilidad –otros lo hacen con el poder. Algunos artistas conocen la realidad y tratan de explicárnosla. O simplemente de explicársela a sí mismos. En estos tiempos turbulentos y sin brújula, conocer a los artistas que trabajan y perviven en esta urbe quizá sea una de las maneras más certeras de empezar a conocerla. Bienvenidos.
Por Rogelio Villarreal, escritor y editor de la revista Replicante.