Montevideo
De cerca nadie es normal. Tampoco mi ciudad. Esta ciudad que recorro tantas veces sin mirar. Sin apenas preocuparme por sus angustias, alergias y otras deformidades. A veces, las más de las veces, irreconocible. Otras veces mutilada y estoica en mantener signos
rituales: recostada al río, soportando la aspereza del viento, pero también gritando goles, agitando carnavales que supieron ser bacanales, en una banda sonora que lleva casi tres siglos entre guerras civiles, poetas morfinómanos, presidentes suicidas, noches de cabaret, revueltas estudiantiles. Mi ciudad admite muertes y no pocas resurrecciones. Por eso la miro de cerca. Desde muy cerca. Hasta desconocerla. Hasta sentir asco. Aficionado a mirar películas, sumido en el vértigo contemporáneo de devorar treintaycinco fotogramas por segundo, siento que las películas rondan la superficie, proyectan miradas subjetivas e inquietantes. Desde la frívola irrealidad poseuropea en El dirigible, al gris de todas las tardes de todas las siestas de todos los barrios montevideanos en 25 watts. Hay otras películas que entran en las casas, pero ahora me importan las que se quedan en la calle, fotografiando la desnudez, el despojamiento, las cicatrices, esa desierta calle de tarde de domingo… y la lluvia que cae otra vez como en la clásica canción de Los Traidores.

Esa es mi ciudad. Tiene también parques, avenidas, ascensores y playas. Pero esa es mi maldita ciudad. La misma que Mario Levrero, uno de sus escribas más prestigiosos, prefería no mirar demasiado. Porque detestaba, paradójicamente, sus grafías. Detestaba la publicidad. Las letras y los carteles sobre las paredes y las cosas y las gentes y los pensamientos. El ruido, la basura, los deshechos, también la gente cansada y fea que agudiza la locura metropolitana. Porque una ciudad, lo sabía Levrero como tantos otros, es también una sucesión de memorias y grafías.
Ya lo dije antes: de cerca nadie es normal. Tampoco mi ciudad. Hay quienes la miran a través de drogas tan peligrosas y morbosas como el fútbol y la política. Incluso desde la frialdad clínica de la arquitectura. Prefiero contemplarla desde miradas más lúdicas y menos neuróticas. Desde esas grafías, tantas veces sepultadas y mutiladas por los escaparates de centros comerciales y carteles luminosos, tantas veces invisibles, que son capaces de trazar un recorrido sensible por el mayor de los misterios: el de que mi ciudad goza de una paleta de colores inusualmente cálidos, líneas de inocultable naïve y deformidades no tan europeas. Casi irreconocible, vuelvo a mirarla. Estoica, desde su grafía popular no académica y no mercantilista, es posible redescubrir a la reina del plata en sus principales atributos: conservadora, orgullosa, melancólica, un tanto ingenua y aldeana.
Por Gabriel Peveroni, escritor y periodista.