Caracas en plan de Batalla
Quien no conozca esta ciudad, quedará confundido al verla por primera vez.
Todo lo equinoccial es intenso, atrabiliario, rudo, y las ciudades no se escapan a ese sino. Para el ojo inocente del recién llegado, Caracas parece que sostiene un duelo consigo misma. Lo vegetal enfrentado a lo arquitectónico. Los árboles, los animales, la vegetación bullente haciendo un pulso feroz contra el concreto, el vidrio y el acero. ¿Quién va ganando?
Es difícil saberlo. Al fondo de este mapa de guerra está la incólume frontera del cerro El Ávila. El Guaraira Repano en la cosmogonía indígena.
Una muralla esmeralda que va cambiando de gradiente a medida que el sol acaricia su cabellera hirsuta: desde el azul oceánico mañanero hasta el ceñudo verde oliva del atardecer. Pues frente a ella un estallido de edificios y vías asfaltadas que parecen salir, como vegetación trocada por la mano del hombre, desde el alma natural del valle. Esa lucha inclemente que se produce en lo urbanístico hace suponer que a Caracas la están construyendo o destruyendo, a decir de las cientos de edificaciones ruinosas. O es eso o simplemente alguien se olvidó de que existía y dejó un sueño a medio hacer. Por algo el caraqueño, entre todos los venezolanos, es el ciudadano más hiriente y recalcitrante. Será que vive intoxicado de sol, drogado de tanta visión barroca y del calor húmedo que lo azuza, cuando aún recuerda que en otro tiempo esta ciudad fue de clima benigno.
En las calles la lucha, a veces sonora, otras muda, se desata diariamente en el tráfico medieval que no deja que nada avance o en el subterráneo que convierte a los perros rabiosos en silenciosos gatos. Y si el enfrentamiento es la marca de Caín en esta metrópoli, la banda sonora inevitable es el hip hop. Como una expresión viral de principios de siglo que cruza las ciudades latinoamericanas, el hip hop en Caracas se despierta con el desencanto y se acuesta con la rabia. Líricas que rayan en el aullido social, en la catarsis última antes de la explosión biliosa para llevarse por delante vidrieras y autos. El hip hop caraqueño se hace navaja, molotov, piedra y neumático abrasado por las llamas. Un rostro al que le quitaron las facciones de tanto olvidarlo, pero que hecho sonido se alberga, como el llanto del recién nacido, en el inconsciente colectivo y la imaginería popular. Todo está imbricado: música, diseño, imagen en movimiento. Pantallas cruzadas de fotogramas y campos digitales, líneas reproducidas por ordenadores y colores Pantone que emulan las verdades tonales de esta ciudadanía en emergencia.
Esa retórica del desencuentro, tan de la americanía, se expresa en las múltiples fabricaciones que emergen de la ciudad incontinente. Esa es la Caracas que hoy se reconoce en el arte. Arte colapsado de tanto que tiene por decir; arte endémico, a veces incomprensible para quien no haya presenciado la pelea a dentelladas que se cumple en las esquinas. Sin embargo, de toda reyerta siempre sale algo bueno, dirían los dialécticos. Después de todo, el sexo también es una suerte de batalla y no conozco a nadie que se queje de ello.

Texto: José Tomás Angola Heredia (Vicepresidente Fundación Nuevas Bandas)