Ah, las callecitas de Buenos Aires… Mitológicas, hermosas, silenciosas, arboladas, poéticas. Rotas, desquiciadas, violentas, sucias… En la capital argentina los extremos no sólo se tocan: son amantes de toda la vida. Una calle de Buenos Aires puede inspirar miles de tangos, pero el mismo taxi que decora sus letras de dimensiones trágicas también puede atropellarte en una esquina: si vas a Buenos Aires, más vale que tengas cuidado al cruzar, entre muchas otras cosas sobre las que debes tener cuidado. Volviendo a la poesía, ese ejercicio para el que todo porteño cree estar dotado, existe un riesgo muy alto de que te enamores de una ciudad en la que todo, pero todo lo que merece la pena, sucede en la calle.

Desde siempre. Como capital latinoamericana, creció en la fantasía de pensar que en realidad la geografía cometió un error: es evidente que somos una ciudad europea caída del mapa. «Buenos Aires está construida bajo la influencia de París», le comenté un día, en medio de un paseo iniciático, a un turista francés. «Ajá», respondió, y no dijo nada más. Después, cuando finalmente conocí París, entendí su silencio: salvo un par de manzanas o edificios a los que nos aferramos como a una mentira piadosa, la ciudad que nos enseñaron a amar carga con tanto mito encima que hasta nosotros mismos nos lo creímos. Eso sí: ni en el mejor paraíso primermundista uno puede divertirse tanto como en Buenos Aires. Quizás no tanto porque los argentinos tengamos la fiesta en el alma: eso sucede en Brasil. Pero sí porque, después de tantas frustraciones, después de tantos tragos amargos, vivimos dispuestos a beberlo todo de una vez para congelar los buenos momentos más allá del contexto: después de todo, si el mundo se viene abajo, recibiremos el Apocalipsis pasándola bien.

En Buenos Aires hay que ir a la cancha. O mejor: hay que ir a todas las canchas que se pueda. No importa si te gusta o no el fútbol, porque todos los domingos hay conciertos: la música de la tribuna popular es la banda sonora de cada tarde de fin de semana. Si lo tuyo es la gastronomía, nunca le digas que no a un «choripan» porteño en los alrededores del estadio. Hay que ir a ver a River, donde se concentra buena parte de la histeria porteña. A Boca, nacional y popular, la cancha más ruidosa, un estadio deforme que late con cada ataque xeneixe. A San Lorenzo, representante, junto a su eterno rival de barrio Huracán, de la bohemia porteña: en las pocas cuadras que se reparten ambos clubes se concentra la identidad histórica del corazón del Buenos Aires del tango y las viejas costumbres. También a Vélez Sarsfield, cuyo hermoso estadio –el mejor para ver fútbol, según los que saben– bordea la frontera con la provincia.

Ah, los otros riesgos de Buenos Aires. Si les creemos a los periódicos, vivimos en la ciudad más peligrosa del planeta. Nada más lejos de la realidad: nadie que sepa cuidar un poco sus espaldas estará más o menos a salvo aquí que en la Rambla de Barcelona, en las playas de Río o en el metro de Nueva York. De San Telmo o La Boca a Palermo o el Abasto, los barrios más turísticos están maquillados pero no son divas: pueden recorrerse con la seguridad de que en cada uno de sus rincones descansa el ADN de la ciudad. Sobre todo porque Buenos Aires creció con la culpa de haber sido edificada de espaldas al Río de la Plata: la playa más cercana se encuentra a 400 kilómetros, al revés de lo que sucede en Montevideo. Entonces, cada barrio es un mundo unido por quinientas líneas de colectivos. Conocer a uno es conocerlos todos: casi no existe barrio que no tenga su clásico bar, su pool, su milonga, su comisaría, su club social, su delaer, su pizzería, su personaje famoso, su kiosco de la esquina, su levantador de quiniela, su estación de radio, su club de fútbol, su cantante de tango retirado, su grupo de rock más o menos famoso… Porque Buenos Aires respira en cada barrio, con las contradicciones de un fumador compulsivo que sabe que aquello que necesita es justamente lo que lo mata. Y cada uno lo hace como si no quedara tiempo, a mil kilómetros por hora, entre la vida y la muerte, creyéndose los mejores pero sabiendo que no lo son, opinando de todo, hablando sin parar, vendiendo cosas por la calle, saltando en un recital de rock, bailando hasta las diez de la mañana en una fiesta electrónica, sin dormir pero siempre soñando. ¿Demasiada poesía? Bueno, estamos hablando de Buenos Aires.
Por Nicolás Miguelez, editor y músico.