Quien levantó Bucarest, esto es, la ciudad serena, de plazoletas umbrosas y palacetes al cobijo de retorcidos callejones –que yo conocía por las fotos y las historias contadas por mis abuelos– obró con sabiduría. Las calles discurrían angulosas y en espiral, nunca rectas, y las casas, aunadas en manojos pequeños pero desahogados, se resguardaban en verano del sol y en invierno del cierzo ruso. La gente había pergeñado pequeños jardines en los que crecían rosas, verduras y, por supuesto, gatos. Incluso hoy en día se pueden ver.
Uno tenía que colarse entre los bloques para llegar a la ciudad vieja. En verano, el asfalto describía olas, cubriendo el horizonte. Tras el hormigón, las casas del siglo XIX se alzaban con una tristeza no exenta de postín, con sus paredes desconchadas y sus vallas de madera inclinadas hacia el portón. Más tarde, la mirada reposaba serena en los ojos de buey de las buhardillas. Las techumbres de teja surgían entre los árboles, las columnas y los capiteles brillaban entre la yedra, los boceles de piedra blanca de río resbalaban por las fachadas y por el ángulo del iris, junto a algún que otro gato remolón que intentaba trepar sobre ellas. Los jardines susurraban discretamente, algo descuidados: uno podía tender la mano y sentir la menta y la lavanda entre los dedos.
Ni que decir tiene que, como cualquier coleccionista que se precie, sentía una debilidad por el nombre de las calles. Cada una de ellas narraba una historia que, más allá del rótulo azul marino inscrito con letras blancas, yo esperaba que alguien contara en voz alta. Inspiraba aire puro en La Azucena del Bosque y tendía los brazos hacia el Nenúfar Amarillo y el Danubio Azul. Desde la calle Inclinada miraba Bucarest con otros ojos, más pequeño y presto a caer. Detenía mis pasos, respetuoso, en La Calle de las Calles, donde –pensaba yo– habría empezado la historia de Bucarest. Andaba en busca de bandoleros y restallidos de espingardas en la Ruta de la Sal y arrancaba pimpollos de claveles chinos, para llevarlos a casa, de la calle llamada El Fruto de la Tierra. Solo los viejos taxistas conocían los atajos de aquel laberinto poblado de miles de nombres exóticos, así como las salidas secretas que había tras los bloques, entre callejones y patios abandonados, a través de callejuelas empedradas en las que a duras penas cabía un automóvil.

Los sábados y los domingos, Bucarest desaparecía bajo un dosel azul, engullido por el bullicio y los gritos de los campesinos que acudían a vender su mercancía. Ansiaba ir al mercado, hundiendo los brazos hasta los codos en los manojos de hinojo y perejil y revolviendo las lechugas indecentes, con sus vestidos rizados levantados, como bailarinas del Folies Bergères. Caminaba desenfadado entre los tenderetes, abría las tapaderas de los botes de miel y, aprovechando un descuido de los vendedores, trataba de meter un dedo en su esencia de ciruela, acacia o tilo. Luego escogía los melones, después de recorrer con mi nariz la piel rugosa y perfumada, aún mancillada por la tierra. Solo al final acudía al encuentro de las mazorcas de maíz hervido, abriendo las puntas y apretando los granos blancos e intactos. Y también entonces sopesaba con la vista los cubitos de queso blanco que un señor enfundado en una bata de médico cortaba hábilmente con un pequeño cuchillo, ofreciendo un trocito para su degustación. Los tenderetes brillaban rebosantes de color, las verduras se mezclaban con las flores rociadas con agua fría, los encurtidos con las frutas exóticas, las semillas con las pirámides de harina de maíz, las pulseras de las gitanas con las cajitas de hojalata de las que sacaban monedas para devolver el cambio.
Una vez abierto en canal, las partes de Bucarest podían ser despiezadas y comprimidas en la retina de los paseantes, en función de su interés. Sin lugar a dudas, el casco antiguo granular y las sombras de los mercaderes desperdigadas en partículas de nieve y movimiento habrían llamado enormemente la atención. El Cerro del Arsenal, con callejuelas embotadas y cúbicas expuestas al petróleo de las viejas farolas, se habría acomodado mejor que la Casa del Pueblo, pesada y compacta. La «Escalerita» de cincuenta y cuatro peldaños, que unía las calles Uranus e Izvor habría tenido mayor peso que las avenidas comunistas arrojadas sobre ellas, con nombres de soldados y zagales. Y las baldosas y la lente telescópica que había frente al Círculo Militar habrían viajado mejor por los nervios ópticos que las astas con la bandera tricolor y de la Unión Europea. Así era mi Bucarest: una ciudad con dos vidas, atrapada entre dos épocas, como un insecto que una tormenta hubiera arrojado a la orilla.
Por Ion Manolescu
Traducción: Rafael Pisot y Cristina Sava