Colombia carga con la herencia maldita del narcotráfico, con un icono pop llamado Pablo Escobar, con la sombra de los paramilitares y el acecho terrrorista de las FARC y la guerrilla del ELN; cada tanto las páginas judiciales se llenan con los nombres de los padres de la patria –congresistas, alcaldes, senadores, candidatos presidenciales– envueltos en líos de infiltración de dineros del narcotráfico, desfalcos y un largo y triste etcétera. ¿Y? Todos lo saben, ¿para qué lo repite?, ¡que se calle!. Este es un encuentro de cultura y en la mente de nuestros gobernantes –y por qué no, en el subconsciente colectivo de un país que clama por noticias positivas, por lo general la cultura es la “imagen positiva”. Pero se equivocan. En Colombia los artistas no han caído en el discurso de la belleza por la belleza. Todo lo contrario. Novelas como La Virgen de los sicarios de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras de Jorge Franco penetran en uno de los fenómenos más tristes de la “colombianidad”: los niños asesinos. Laura Restrepo, con su novela Delirio, ganadora del premio Alfaguara, lanzaba un S.O.S. siquiátrico por el país, su personaje principal cae en el espiral de la locura tras ver cómo la sociedad que la rodeaba se empezaba a podrir –y todavía se pudre– como la peor carroña. En las artes plásticas pasa otro tanto. Hace poco Nadín Ospina presentó una muestra irónica y terrible en la que paramilitares y guerrilleros aparecían como piezas de un siniestro juego de Lego. Fernando Botero, el artista más popular de Colombia, hizo lo propio con esa violencia maldita retratando un carro bomba y a personajes como Manuel Marulanda Vélez: “Tirofijo”. Doris Salcedo, la artista más respetada por la crítica internacional se ha ganado su reputación con muebles hechos con restos de casas abandonadas por los desplazados de la violencia.

Se podría hablar de cine y de música, mencionar Perder es cuestión de método o la misma Rosario Tijeras. Pero creo que la idea es clara: los artistas colombianos también son parte del conflicto. Y sus voces, con los años, han empezado a construir una historia más rica –o al menos con más matices– que la que han escrito historiadores y periodistas. No es necesario ser un “violentólogo” para ser parte de la élite intelectual colombiana. No. No señor. Hay artistas, escritores, cineastas, editoriales independiente, fanzines underground, revistas de cultura, diseñadores de moda, bandas de música y héroes del grafitti y del diseño que han tomado otros caminos estéticos y son tan buenos o mejores que los otros. Porque también es cierto que existe una clase de intelectual inescrupulosa, tramposa, sádica y viva de clichés, que explota la pobreza y la miseria para ganar dinero. En esta muestra está parte de lo mejor de lo mejor. Es un panorama potente, seductor y realista, de Colombia. Porque hay políticos corruptos, criminales, guerrilleros, secuestradores, paramilitares y también hay artistas, imágenes, letras y voces. Aquí están. En Zaragoza.

Fernando Gómez*
*Es editor de la revista Gatopardo. Ha sido crítico de arte de la revista Semana y el periódico El Tiempo. Es profesor de periodismo de la Universidad de los Andes y ha colaborado en varios medios culturales. Es Fundador de Fuga Editores, casa editorial del libro Bogotá cinco sentidos.